Jueves de amor y entrega. Viernes de muerte. Sábado de silencio. Domingo de resurrección. Así se puede condensar el ciclo del más profundo misterio de la existencia humana. El de la muerte y la resurrección. Todo lo que nace, muere. Y la muerte da lugar a un nuevo nacimiento. Para nacer lo nuevo, lo viejo ha de morir.
Hoy, primera luna llena después del solsticio de primavera, domingo de resurrección en la tradición cristiana, podemos pararnos un momento para observar qué es lo viejo que muere y percibir las señales y brotes de lo nuevo que quiere emerger y empieza a despuntar.
En este contexto de pandemia, nos preguntamos qué parte de nuestra forma de organizarnos socialmente va muriendo y qué cosas nuevas emergen, resplandecen, quieren asomar.
Podemos reparar en la pulsión amorosa, creativa y de entrega que se está revelando estos días en tantísima gente.
Podemos contemplar todo el esfuerzo que como sociedad estamos haciendo para cuidar a algunos de nuestros miembros más vulnerables.
También podemos despedir, dejar atrás, a las viejas formas, a la insolidaridad, a poner el negocio antes que la vida, como eso que quiere morir…porque ahoga a la vida.
Dentro de cada persona, llevemos la atención a qué partes de nosotros y nosotras son mortecinas, y nos dificultan contactar con lo que realmente somos: el latido de la fuente inagotable de amor, el soplo del espíritu de vida. Y las dejamos ir.
Y en el quicio entre la muerte y la resurrección, entre lo viejo y lo nuevo, se ubica el silencio. Un silencio que, como dice X. Melloni, no es “ausencia de ruido, sino ausencia de ego”. Un silencio engendrador. Un silencio atento a los signos. Un silencio de asombro y reverencia ante lo real. Un silencio que es “vacío fértil”.
Miguel GM